Recuerdo aquel doce de Marzo como
si de un sueño se tratase. Llevaba un vestido gris ajustado y los labios color
camel. Estaba harta de mi vida. La oficina, las obligaciones, me sentía
prisionera aun teniendo la libertad en mi mano. Recuerdo el sabor de la
Estrella Galicia recién tirada y las patatas mal fritas que compartí con Fer.
Hablábamos escépticos sobre el Covid, y entre risas nos intercambiamos las
cervezas como muestra una rebeldía compartida. Era Jueves y el bar a penas
rozaba la mitad de su aforo. Sonaban campanas de cambio a las que queríamos con
fuerza hacer oídos sordos. Tal vez esta sea nuestra última oportunidad de tomar
una cerveza juntos dijiste con una sonrisa. Me reí. Se rio. Lo hicieron únicamente
nuestras bocas. El miedo tiñó nuestras miradas durante unos segundos. Entonces me
fijé en el degradado de verdes en sus iris, el ruido de fondo, el frescor de la
cerveza por mi tráquea, la brisa que entraba por la ventana y me enfriaba la
mejilla derecha. Sentí cada detalle, saqueé las sensaciones mientras otros
corrían al Mercadona a por papel higiénico.
El viernes se dio el primer aviso
de estado de alarma mientras comía arroz al horno en casa de mis padres. Al
acabar, mi madre y yo bajamos con el carro de la compra a por los pocos fondos
de despensa que quedaban en los supermercados. Después de la ardua búsqueda de
harina y levadura, me despedí de ellos con un abrazo largo y fuerte. Un hasta
pronto que lleva alargándose ya cuatro malditos y tediosos años. Aún a día de
hoy, me cuesta asimilar como tu realidad puede llegar a destruirse en tan solo unas
cuantas horas. Éramos tan libres sin saberlo que duele.
La vida ha cambiado mucho desde entonces.
Todos los medios de comunicación, incluido internet están capados y filtrados
minuciosamente por el gobierno. Las redes sociales se han transformado en una
oda a la humanidad y la fuerza común por superar este mal trago. La unidad social
es tan fuerte pero frágil como un plato de porcelana. La economía está
semiparalizada, solo algunos afortunados pueden salir de casa para producir.
Eso sí, la jornada laboral es ahora de cuatro horas, porqué claro, somos
demasiados para tan poco consumo. Si a esas cuatro horas le añades que ver la
televisión es un auténtico suicidio, solo te queda el arte como vía de escape.
Así he pasado mis cuatro años de encierro, pintando, escribiendo y nutriéndome
de libros. Ah sí. Un ápice de miedo me invade mientras escribo estas líneas que
tal vez algún sistema de inteligencia artificial esté analizando y en pocas
horas un furgón de policía me saque arrastras de mi casa, como pasó con Fer,
pero entonces recuerdo que ya no tengo nada que perder. El miedo desaparece por
completo. Solo puedo ganar. Aprendí a entrar en la DeepWeb, a programar y
hackear, fue idea de Fer cuando comenzó el control de la información, el ya sabía
los básicos, así que se saltó las aun primerizas restricciones y pasó un par de
semanas en mi piso convirtiéndome en una hacker novata y motivándome a evolucionar.
La posibilidad de encontrar algo que pudiese cambiar la realidad que nos habían
impuesto me hacía sentir más viva que nunca.
Pasé cientos de tardes peleándome
contra las protecciones, cada día más complejas del sistema. Siempre me quedaba
a un palmo de saltar el muro, el último código, el último salto, siempre
fallaba, me enviaba al principio del proceso, sin punto de control, recuerdo decenas
de madrugadas tirándome de los pelos y con una taza de café en la mano, negándome
el descanso, rabiosa por conseguirlo, una mezcla de ego y responsabilidad
social. Ansia de libertad, ansia de saber. No fue ninguna de esas noches cuando
lo conseguí, eran las diez de la mañana del catorce de Julio cuando tras teclear
el último código aparecieron ante mil cientas de afirmaciones confidenciales: “El
próximo habrá mutado y será aún más mortal” “El miedo es la emoción más
poderosa, hicimos bien aprovechándola” “La semana que viene estaré en Nueva
York” …
Todo era una maldita mentira. No
existía ningún virus. Nadie había fallecido. Era todo un puto montaje político.
Una obra teatral para reducir el consumo de recursos en beneficio de unos
pocos. Habían creado un sistema perfecto. O eso creían.
La rebeldía, la cabezonería, esa esencia
que tanto me había caracterizado desde niña, resurgió intensamente. No podía
quedarme de brazos cruzados, tirada en mi sofá imaginando una vida que jamás
sentiría mientras esos hijos de puta la vivían por mí, la sentían por todos los
que yo quería, por los nuevos niños que habían llegado al mundo y no sabían que
era correr por un prado o trepar un árbol. No.
No. No. No pensaba dejarlo estar. Ya lo había hecho muchas otras veces, todas
las peleas en las que metí en el instituto por defender a niños de cursos
inferiores. Los castigos que me saltaba escapándome por la puerta de atrás de
madrugada. Esto era mucho más grande, pero la causa también lo era.
Recopilé todas mis pruebas,
encriptándolas por supuesto. No descuidé mis búsquedas habituales en internet
para evitar llamar la atención. Cuando tuve todo el plan listo, la información,
los pasos a seguir, me faltaba lo más complicado: una red de cómplices de boicot.
Sabía que
había una persona en este mundo que estaría dispuesta a hacerlo, que jamás me
traicionaría: mi madre. Pero era imposible comunicarme con ella por un medio
seguro. Tenia que presentarme en casa,
volver después de cuatro largos años. Y debía ser al margen de los controles.
No debía coger mi móvil, ni mi coche que ya dudaba que arrancase después de
tanto tiempo en vigilia.
Me pusé mascarilla, gafas de protección
con cristales tintados, no sin antes maquillarme de tal manera que mis rasgos
pareciesen muy diferentes a los míos. El reconocimiento facial no funcionaria
de ese modo. Cogí un par de bolsas de basura, incluyendo algunas herramientas,
y una linterna de largo alcance dentro. Entre en el ascensor y con un pulsador
de plástico y un pulso digno de anciano con párkinson apreté el botón que
llevaba a la planta de contadores. Una vez allí, recorrí unos pasadizos que
conectaban los diferentes edificios de la urbanización para finalmente llegar a
la boca de alcantarilla oculta tras un oxidado carro de supermercado.
Así emprendí mi primer recorrido
por el subsuelo de la ciudad. Invadí su silencio con la violencia de los
latidos de mi corazón. El olor era repulsivo aún con la mascarilla puesta.
Caminé lo más rápido que me fue posible siguiendo el detallado plano de
pasadizos que había elaborado. Un error a esas alturas sería fatal. No se
cuanto tiempo estuve, diría que horas pero probablemente no estaría en lo
cierto hasta que finalmente di con el plato de salida nº3699. El sótano de casa
de mis padres. Lo había conseguido, me puse a bailar hasta que escuche el
chillido de las ratas cerca y decidí que lo mejor sería celebrarlo en la superficie.
… Continuará
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