miércoles, 22 de abril de 2020

La no realidad.


Recuerdo aquel doce de Marzo como si de un sueño se tratase. Llevaba un vestido gris ajustado y los labios color camel. Estaba harta de mi vida. La oficina, las obligaciones, me sentía prisionera aun teniendo la libertad en mi mano. Recuerdo el sabor de la Estrella Galicia recién tirada y las patatas mal fritas que compartí con Fer. Hablábamos escépticos sobre el Covid, y entre risas nos intercambiamos las cervezas como muestra una rebeldía compartida. Era Jueves y el bar a penas rozaba la mitad de su aforo. Sonaban campanas de cambio a las que queríamos con fuerza hacer oídos sordos. Tal vez esta sea nuestra última oportunidad de tomar una cerveza juntos dijiste con una sonrisa. Me reí. Se rio. Lo hicieron únicamente nuestras bocas. El miedo tiñó nuestras miradas durante unos segundos. Entonces me fijé en el degradado de verdes en sus iris, el ruido de fondo, el frescor de la cerveza por mi tráquea, la brisa que entraba por la ventana y me enfriaba la mejilla derecha. Sentí cada detalle, saqueé las sensaciones mientras otros corrían al Mercadona a por papel higiénico.

El viernes se dio el primer aviso de estado de alarma mientras comía arroz al horno en casa de mis padres. Al acabar, mi madre y yo bajamos con el carro de la compra a por los pocos fondos de despensa que quedaban en los supermercados. Después de la ardua búsqueda de harina y levadura, me despedí de ellos con un abrazo largo y fuerte. Un hasta pronto que lleva alargándose ya cuatro malditos y tediosos años. Aún a día de hoy, me cuesta asimilar como tu realidad puede llegar a destruirse en tan solo unas cuantas horas. Éramos tan libres sin saberlo que duele.

La vida ha cambiado mucho desde entonces. Todos los medios de comunicación, incluido internet están capados y filtrados minuciosamente por el gobierno. Las redes sociales se han transformado en una oda a la humanidad y la fuerza común por superar este mal trago. La unidad social es tan fuerte pero frágil como un plato de porcelana. La economía está semiparalizada, solo algunos afortunados pueden salir de casa para producir. Eso sí, la jornada laboral es ahora de cuatro horas, porqué claro, somos demasiados para tan poco consumo. Si a esas cuatro horas le añades que ver la televisión es un auténtico suicidio, solo te queda el arte como vía de escape. Así he pasado mis cuatro años de encierro, pintando, escribiendo y nutriéndome de libros. Ah sí. Un ápice de miedo me invade mientras escribo estas líneas que tal vez algún sistema de inteligencia artificial esté analizando y en pocas horas un furgón de policía me saque arrastras de mi casa, como pasó con Fer, pero entonces recuerdo que ya no tengo nada que perder. El miedo desaparece por completo. Solo puedo ganar. Aprendí a entrar en la DeepWeb, a programar y hackear, fue idea de Fer cuando comenzó el control de la información, el ya sabía los básicos, así que se saltó las aun primerizas restricciones y pasó un par de semanas en mi piso convirtiéndome en una hacker novata y motivándome a evolucionar. La posibilidad de encontrar algo que pudiese cambiar la realidad que nos habían impuesto me hacía sentir más viva que nunca.

Pasé cientos de tardes peleándome contra las protecciones, cada día más complejas del sistema. Siempre me quedaba a un palmo de saltar el muro, el último código, el último salto, siempre fallaba, me enviaba al principio del proceso, sin punto de control, recuerdo decenas de madrugadas tirándome de los pelos y con una taza de café en la mano, negándome el descanso, rabiosa por conseguirlo, una mezcla de ego y responsabilidad social. Ansia de libertad, ansia de saber. No fue ninguna de esas noches cuando lo conseguí, eran las diez de la mañana del catorce de Julio cuando tras teclear el último código aparecieron ante mil cientas de afirmaciones confidenciales: “El próximo habrá mutado y será aún más mortal” “El miedo es la emoción más poderosa, hicimos bien aprovechándola” “La semana que viene estaré en Nueva York” …

Todo era una maldita mentira. No existía ningún virus. Nadie había fallecido. Era todo un puto montaje político. Una obra teatral para reducir el consumo de recursos en beneficio de unos pocos. Habían creado un sistema perfecto. O eso creían.

La rebeldía, la cabezonería, esa esencia que tanto me había caracterizado desde niña, resurgió intensamente. No podía quedarme de brazos cruzados, tirada en mi sofá imaginando una vida que jamás sentiría mientras esos hijos de puta la vivían por mí, la sentían por todos los que yo quería, por los nuevos niños que habían llegado al mundo y no sabían que era correr por un prado o trepar un árbol. No. No. No. No pensaba dejarlo estar. Ya lo había hecho muchas otras veces, todas las peleas en las que metí en el instituto por defender a niños de cursos inferiores. Los castigos que me saltaba escapándome por la puerta de atrás de madrugada. Esto era mucho más grande, pero la causa también lo era.

Recopilé todas mis pruebas, encriptándolas por supuesto. No descuidé mis búsquedas habituales en internet para evitar llamar la atención. Cuando tuve todo el plan listo, la información, los pasos a seguir, me faltaba lo más complicado: una red de cómplices de boicot. Sabía que había una persona en este mundo que estaría dispuesta a hacerlo, que jamás me traicionaría: mi madre. Pero era imposible comunicarme con ella por un medio seguro. Tenia que presentarme en casa, volver después de cuatro largos años. Y debía ser al margen de los controles. No debía coger mi móvil, ni mi coche que ya dudaba que arrancase después de tanto tiempo en vigilia.

Me pusé mascarilla, gafas de protección con cristales tintados, no sin antes maquillarme de tal manera que mis rasgos pareciesen muy diferentes a los míos. El reconocimiento facial no funcionaria de ese modo. Cogí un par de bolsas de basura, incluyendo algunas herramientas, y una linterna de largo alcance dentro. Entre en el ascensor y con un pulsador de plástico y un pulso digno de anciano con párkinson apreté el botón que llevaba a la planta de contadores. Una vez allí, recorrí unos pasadizos que conectaban los diferentes edificios de la urbanización para finalmente llegar a la boca de alcantarilla oculta tras un oxidado carro de supermercado.

Así emprendí mi primer recorrido por el subsuelo de la ciudad. Invadí su silencio con la violencia de los latidos de mi corazón. El olor era repulsivo aún con la mascarilla puesta. Caminé lo más rápido que me fue posible siguiendo el detallado plano de pasadizos que había elaborado. Un error a esas alturas sería fatal. No se cuanto tiempo estuve, diría que horas pero probablemente no estaría en lo cierto hasta que finalmente di con el plato de salida nº3699. El sótano de casa de mis padres. Lo había conseguido, me puse a bailar hasta que escuche el chillido de las ratas cerca y decidí que lo mejor sería celebrarlo en la superficie.

… Continuará


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