miércoles, 22 de abril de 2020

LA PELUQUERÍA

EL PELUQUERO.

Lourenço abrió la peluquería. El negocio no le podía ir mejor.

Tras meses de confinamiento todos hacían cola para cortarse el pelo, darse un tinte o arreglarse la barba. Había tenido que contratar a dos chicas nuevas.
El desborde capilar había llevado al cortador eléctrico al “top ten” de ventas online. Era el último recurso para recuperar cierta uniformidad craneal. Se vendieron tantos, que a él mismo le resultó difícil hacerse con alguno a un precio razonable.

Ahora, pasado el encierro, millones de pelos salían de su confinamiento pidiendo a gritos algo artesanal; y el afilado ruido metálico de dos cuchillas perfilando peligrosamente el pelo alrededor de las orejas añadía cierto fetichismo sádico al placer de unas manos expertas masajeando, hidratando y mimando el cuero cabelludo. Los clientes se dejaban llevar por un contacto físico vedado durante meses. Lourenço recurría al agua fría cuando intuía el inminente éxtasis.

El teléfono no paraba de sonar para concertar citas. Las daba con un mes de antelación y se estaba planteando subir los precios para poder hacer frente a tanta demanda. En el último Congreso de Peluquería, celebrado en el hotel Hilton de Nueva York, un peluquero de evidente ascendencia hispana que trabajaba en la City ya se lo había comentado:
-   Yo cobro 600 dólares por servicio, solo por corte de pelo a máquina. Si además alguno quiere perfilarse la barba, me voy casi a los tres ceros.
- Joder, casi como un basurero ¡y más que una limpiadora! exclamó Lorenzo escandalizado.
- Ahora todo que todo es telemático y a distancia, continuó su amigo, los trabajos manuales hay que pagarlos. Además, gracias al corona virus, la gripe y los constipados; contacto igual a peligro, y eso tiene un precio. ¡Ven que te dé una vuelta en mi nuevo carro! le dijo cuando terminó el evento, invitándolo a entrar en un flamante Bentley deportivo.

 ¿Quién les iba a decir a esos políticos y leguleyos que una cajera de supermercado, un reponedor, un taxista, un enfermero, incluso un peluquero iba a cobrar más de cien mil al año?

A Lourenço, aquello le parecía inmoral. El era incapaz de cobrar más de trescientos euros por corte, seiscientos como mucho si había que poner tintes o rizar y planchar el cabello. Su padre, de quién había heredado la peluquería, desde que empezó como aprendiz le inculcó el amor por el trabajo duro. El amaba aquel oficio. Era arte y transformación en estado puro. Nada reconfortaba tanto como ver una sonrisa cómplice y satisfecha a través del espejo después de un corte acertado. Con sus manos descubría ilusiones y restañaba heridas. Con cada tijeretazo fijaba una nueva senda para corazones que se habían vuelto solitarios.

Quien sabe… ¿Una primera cita? ¿Un reencuentro con las amigas de la universidad? ¿Un adulterio? ¿Un trabajo nuevo? ¿O quizás un aniversario? Transformando el pelo transformaba vidas.

Salieron todos juntos de la residencia. Cuatro zombies arrastrando sus desentrenados pies sobre la acera. No se despidieron. Llevaban tanto tiempo separados en pequeños cubículos que ya no se conocían. Greñudos y descuidados iniciaron un camino hacia quien sabe dónde, abandonados a su suerte por un Estado que se había cansado de mantener a un grupo de viejos improductivos.   

Pablo enfermó primero, pero se sobrepuso a la tentación de morir para no dejar sola a su mujer y milagrosamente, a decir de los médicos, consiguió salir adelante. No así ésta, que falleció un mes después. Tuvo tiempo de sobra de despedirse, pasaron dos días hasta que unos militares disfrazados con plásticos se la llevaron junto al cúmulo de moscas que revoloteaban sobre el cadáver.

 Pablo aspiró profundamente el aire puro y fresco de aquella mañana de verano y con paso firme inició su camino; al contrario de los otros él tenía clara cual sería su primera visita.

Sofía interrumpió al peluquero con cierta impaciencia.
- Lourenço, hay otro…Lourenço miró hacia la cristalera. Ahí estaba. Observando a través del escaparate con la mano a modo de visera sobre donde debían estar situados los ojos, escondidos tras una increíble cabellera como un perro lanudo que parece observar sin ver. Tras la crisis había personas que no habían vuelto a salir de sus casas y no era infrecuente que su primer contacto con el mundo exterior fuera la peluquería.
- ¿Lo echo?
- ¡No!, respondió secamente Lourenço.
- Espantará la clientela… repuso Sofía.
- Da lo mismo. Ya os he dicho mil veces, esto es más que una peluquería. Es casi una Iglesia. Seré su sacerdote, añadió. Le reconfortaba ejercer de buen samaritano, y cortar aquellas melenas suponía dejar al descubierto una nueva historia.
Lourenço se dirigió a la puerta e invitó a pasar a aquella persona con aire de indigente. Quedó sorprendido, olía bien, a ese jabón de lavanda que de pequeño usaban en casa: “Heno de Pravia el aroma de su hogar”, decía el anuncio.
- ¿Lavado de pelo?, preguntó. No solía hacerlo. Era norma de la casa lavarlo siempre, pero con aquellas personas era mejor preguntar, y además con un leve roce de sus dedos descubrió el tacto sedoso y limpio de aquel pelo blanco como la nieve.
- No, respondió secamente el sujeto. Lo lavé esta mañana. Tengo una cita.
- ¿Corte masculino o femenino?, continuó Lorenço. Sin duda aquella era la pregunta más difícil, pero aquella voz ronca y ruda, como surgida directamente a través de los pulmones no ayudaba a despejar el género.
- ¡Masculino, por supuesto! replicó con enfado.
- ¿A tijera o a máquina?, preguntó Lorenzo.
- ¿Máquina?, preguntó extrañado el hombre.
- ¡Pues tijera! Lourenço comenzó a cortar por detrás. El cabello cubría casi la mitad de la espalda de aquel individuo. Titubeó un momento. ¿Cómo lo quiere?
- A su gusto, respondió el caballero. Lorenzo notó el subidón y sus manos empezaron a trabajar con gula aquel cúmulo de pelos. Iba tan deprisa que hasta le parecía que el frío acero de las tijeras empezaba a calentarse. El tiempo se detuvo durante más de media hora, no sólo para él sino para él; el resto de la clientela y de las ayudantes espiaban el frenético movimiento de las tijeras a través del juego de los espejos.
Lourenço descubrió por fin los hombros de aquella persona. Sin la melena, le pareció tremendamente delgada, casi perdida en el enorme sillón de corte.
- ¿Qué edad tiene, si me lo permite?, preguntó.
- Ciento dos años.
- ¡Ciento dos!, exclamó jubiloso Lorenzo. ¡Quién lo diría! Se mantiene usted en forma.
- No me queda otra… respondió el viejo.
- ¿Y vive usted sólo?
- Me han echado de la residencia. Ya no quedan ancianos. Yo era de los últimos.
- ¿Su mujer?
- Murió en la pandemia y yo casi con ella. Solo me separó de la parca una maldita traqueotomía. Lourenço se entristeció. Recordó la muerte de sus padres, también en esas fechas. Ni siquiera pudo enterrarlos. Los incineraron. Y un mes después le avisaron de la residencia para que pasara a recoger dos pequeñas urnas funerarias.
- ¿Y sus hijos?
- Voy a verlos ahora.
- ¿No los ha visto desde entonces?
- No, respondió el viejo.
- ¿Por qué?
- Dejaron de visitarme al comienzo de la crisis. Ya sabe nadie podía acercarse a una residencia, éramos apestados. Luego dejaron de llamarme.
- ¿Y usted no pudo contactar con ellos?
- Verá, a mi edad lo primero que se pierde es la memoria. Recuerdo pocas cosas y menos los números. Cuando murió su madre ni siquiera vinieron. Aunque igual lo intentaron y no los dejaron entrar. Hubo tanto lío. Ni yo mismo pude asistir a su incineración. Después tuve miedo de que definitivamente se hubieran desentendido de mí; y en la residencia me trataban bien y no era una carga para nadie, hasta que se acabaron los fondos.
- ¿Entonces ni siquiera saben qué está usted…?
- ¿Vivo? Eso espero. Que al menos me creyeran muerto me daría esperanza.
- Entiendo, repuso Lourenço. Yo perdí a los míos en aquellos malditos días. Y ahí están, mirándome desde la estantería en esas dos urnas. Pablo miró con extrañeza el pequeño altar con aquellas dos horteras vasijas doradas.  
- Pero veamos que tenemos aquí, continuó mientras levantaba con profesionalidad el flequillo que aún cubría el rostro de aquel viejo. Con el pulso firme intentó dibujar una línea recta sobre la frente arrugada. Tras el primer recorte, la mano empezó a temblarle y la línea del flequillo se dibujó sinuosa siguiendo el perfil de las arrugas…
- ¿Papá…?


Poema:
Hoy me siento desnudo, apenas visionado.
Espectro a las miradas, inodoro al olfato, casi inerte.
Paso junto a ti y no me reconoces a pesar de me tienes a tu lado.
No me hablas por miedo a que te hable y apartas la mano
para evitar un roce.
Pero no te temo, sólo compadezco tu mirada esquiva.
Siempre soñé volver a hablarte, beber contigo un vino
 de la misma copa donde antes posaste tú los labios
y saborear el carmín que dibujaste en ella.
Me conformaré con ver como te mueves detrás de una ventana
y besar el cristal frío donde dibujé tu silueta
haciéndote el amor con estos versos que te escribo.

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