miércoles, 30 de octubre de 2019

1. Rosas por la mañana.

Me despierto y, un segundo antes de percibir la realidad, consigo evocar una pequeña pero ligera curva con los labios.
Mi primera sonrisa en cinco meses. Esa tan ansiada por mis seres queridos pero a la vez tan efímera ya que se extingue totalmente al vislumbrar las rosas.
Al verlas, no dudo un instante en traspasarlas, regarlas, buscarles un buen sitio y acariciarlas; acariciarlas del mismo modo en que te acariciaba a ti.
Inmeadiatamente después, me clavo sus espinas hasta lo más profundo de mi piel pero resulta ser en vano porque sigo sin sentir nada.
Incluso muerto sentiría más cosas.

2. Manuela la ordenada.

Zapatos atados en el tercer cuadrante del seno de pi medios; camiseta lisa, planchada y perfumada con antibacterias; cinturón de Gucci asomante enrrollado en torno a un pantalón de sea y, en lo alto del todo, un lacito situado en el centro de la cabeza, esa cabeza pensante que deja de pensar por un momento para contestar a la pregunta.

-Hola Manuela, ¿me harías un favor?
-Si es para pedirme lo ejercicios que sepas que terminé todo el libro el segundo día de clase pero no se los pienso dejar a nadie.
-Era por si me podías tirar este pañuelo a la basura que tienes al lado.
-Sí, claro.

En ese momento, Manuela estampó el pañuelo de mocos en la cara de su amiga y ésta se fue llorando. Manuela era muy amable, pero su amiga manchó de mocos una esquina de sus apuntes.

3. Sonrisas que brillan.

Poca vida y mucho tiempo.
La sonrisa de mi madre era la mejor mentira que nunca se había contado.
En el mundo hay mil sonrisas diferentes pero la suya era la más singular debido a todo lo que escondía. El problema era que yo era el único que sabía el truco, ya que incluso ella prefería seguir viviendo en su ingenuo ilusionismo, aferrada a emociones falsas que en su vida había sentido.
Aún así, aunque fuera disimulada, su sonrisa era inconcebible y resplandeciente.
Mi madre era muy astuta, porque enseñando ese brillo característico conseguía ocultar toda esa repugnante oscuridad que llevaba consigo.



martes, 29 de octubre de 2019

3 personajes y una violencia.



“Personaje que no siempre se muestra violento“

El hechizo propio de los Jardines del Real, edulcorado por las miradas de Adela, turbaban aquel  momento ajeno al acecho de su entorno.
Una mano ruda me tapó la boca. Estábamos siendo atracados.
Yo, habitualmente mantengo la sangre más bien fría, incluso en aquel accidente de tráfico me mantuve imperturbable mientras llamaba a la ambulancia  y controlaba la situación. Nunca solté un chillido en  las pelis de terror. Pareciera ver siempre la escena desde fuera.
En esta ocasión mantuve la calma, querían que les diéramos el dinero y los relojes. Eran dos, uno de ellos blandía una navaja junto al cuello de mi amor. Ella rompió a gritar en pura histeria desgarradora. Como un resorte cogí la navaja por el filo, los rateros huyeron prestos. Desaparecieron en el entresijo arbóreo, lejos, allá donde el griterío no les alcanzaba, sólo los pájaros, con sonara algarabía, recordaban el incidente.
En la rueda de reconocimiento, otros ladronzuelos se peinaban con descaro frente al espejo que nos ocultaba. ¡No eran ellos! Una rabia apretó mi puño abriendo una herida mal curada. La ira escaló mi enojo para sacar todos los demonios fuera de mi. Las patadas desmerecían cualquier raciocinio, el intelecto, sumergido en niveles primigenios de conducta animal, no veía con claridad entre tantos malos humos.
Unas palabras de Adela a mi oído acariciaron mi corazón, batiéndose por fin  en retirada.


“Personaje que acaba de perder a su pareja”


Hoy me he peinado con esmero, la ducha me ha dejado relajado. Mi pelo negro brilla húmedo, el calor del baño colorea mis mejillas. Un brillo especial asoma en mi mirada. Estaba a punto de encontrarme con ella, el amor de mi vida, siempre presente en mis sueños. Desde la primera caricia de sus dedos, quedé tocado.

Bueno, ¡Ya casi es la hora! Me calzo mis mejores zapatos, visto un traje azul marengo impecable. Esparzo  perfume a distancia. ¡Es el que siempre le gustó!

Ya estoy con ella. Su marido me ha permitido acompañarla. Hemos salido a la calle junto a sus hijos. Una lágrima ha rodado por mi mejilla mientras izábamos a hombros el ataúd de mi siempre amada Adela.




 “Personaje que en el pasado recibió golpes”


--Cuando yo diga ¡ya!, salimos todos a la vez.
Y así lo hicimos. Cogimos nuestras almohadas, y en tropel, irrumpimos en la habitación contigua del internado. Las guerras de almohadas eran habituales y muy divertidas.

Había un compañero grandote y fuertote. De un mamporro podía estamparnos a todos juntos, había incluso ganado el campeonato de España de lanzamiento de martillo. Contra éste me fui yo. Resulta que si le chillabas se acurrucaba, se encogía y se protegía mientras le atizabas con la almohada.

Tal vez de pequeño le chillaron y pegaron y a lo Paulov mostraba un condicionamiento reflejo de protección ante un estímulo de chillidos.

Hoy es guardaespaldas y “segurata” de discoteca con aspecto de matón, pero en su interior conserva el encanto de la fragilidad.

TRES PRESENTACIONES

Decir que Juan era un encargado poco querido en el almacén, sin faltar a la verdad, no acababa de hacer justicia a su verdadero temperamento. Llevaba tiempo observando el trato que dispensaba a la gente de a pie y me chirriaba en exceso su comportamiento, más propio del comandante de un campo de concentración que del esperado en un subalterno con escasa parcela de mando. Braceaba, alzaba la voz y se mostraba desafiante cuando tenía que reprender a alguien o, simplemente, cuando los demás no compartían sus mismas opiniones; no importaba si sobre el rendimiento de un jugador de fútbol o sobre como colocar un bulto en el estante.
         Aprovechando una pausa me acerque a él. Cuando bajó de la carretilla elevadora, advertí en una zona recién depilada de su pierna izquierda, como atrapada en el marco de un retrato, el tatuaje de un símbolo odioso y trasnochado.
—Parece mentira, Juan, que todavía haya gente, a estas alturas del siglo XXI, que comulgue con esas ideas. Deberías hacértelo ver, chaval.
Noté un brillo fugaz en sus ojos, una mirada cargada de coraje que pronto recondujo con una sonrisa jabonosa y ladina, deponiendo la incipiente actitud hostil, sabedor de que, por razón de mi cargo, aquella batalla la tenía perdida.
—Tranquilo, jefe, me lo grabé de joven, cosa de chavales, una chorrada sin importancia que ni me acuerdo que llevo tatuada. Ya sabes que yo soy un tío tranquilo y legal.

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Hermana y cuñada, abandonaron el piso cargadas con sendos fardos de ropa, dejando a Ernesto sentado en el pico de la cama de matrimonio. Larga y demasiado ancha o, al menos, eso le pareció aquella anodina tarde, como lo venían siendo todas junto a sus correspondientes días, desde que tomó la decisión de vaciar aquel armario, el mismo día que arrojó al cubo de la basura la maldita corbata negra que su hermano compró para el luctuoso acontecimiento.
Con la mirada secuestrada en el desierto ropero, sostenía en sus cansadas manos una falda plisada, blanca e impoluta. Irene, pese a que hacía años que le venía pequeña, nunca quiso desprenderse de ella. Decía, aunque Ernesto no lo recordaba, que la llevaba puesta el día que él deslizó, bajo su cendal, una temerosa mano camino de lo prohibido sin deshacer un solo pliegue.
Apretándola contra la cara sintió una humedad que lo sacó de su arrobamiento. Alargó los brazos para contemplarla con tranquilidad y sosiego, instante en que la luz vespertina que dejaba pasar la cortina inflamó de blanco la seda. Entonces, y solo entonces, se dio cuenta de que había estado llorando.

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El paraninfo de la universidad bullía de gente. A los necesarios graduados y los consabidos familiares henchidos de orgullo, se unía un grupo de periodistas y fotógrafos en mayor número del que solía ser habitual en ese tipo de actos.
Ataviada con un vestido estampado que no llegaba a cubrirle las rodillas, piernas algo cortas y ligeramente curvadas, dedos morcillones, cara redonda y ojos manifiestamente rasgados detrás de unas gafas de culo de vaso, Carmen, pese al boato de la gala, seguía siendo Carmen.
Era consciente de que gran parte de las miradas confluían en ella: curiosas muchas, admirativas las de sus compañeros y plenas de satisfacción las de sus familiares.
El rector la llamó por su nombre y rumbo al estrado, un breve paseo comparado con el largo y tortuoso camino que la había llevado hasta allí, Carmen, cegada por los flashes, se preguntó: «¿Esas fotos son por mí o por la trisomía?». La respuesta parecía evidente.

jueves, 24 de octubre de 2019

Descenso

Sucedió cuando tenía 10 años. Andaba por las oscuras calles del barrio " Playa del Hombre " al amanecer junto a mi amigo Hugo y su hermano Bruno, tal y como acostumbrabamos a hacer durante aquellas mañanas de verano.

Hasta que Hugo lo sugirió. De  alguna u otra manera me terminé encontrando en aquel basto y tenebroso descampado a oscuras. Se trataba de una gran extensión de terreno en pendiente, que intercalaba a partes iguales tierra, piedras, y desechos de construcción.  Si Hugo no llega a decirme que "búnkers" era como los llamaban, hubiese asumido que eran  las cabezas de gigantescos titanes de piedra maciza enterrados  a lo largo de aquella colina.

Muy lejos de saber cómo, nos adentramos por los ojos de aquellas cabezas, pues las bocas estaban bloqueadas, y aunque fuese sólo por unos 10 minutos, en aquella época juraría que habían pasado horas.

Y la visita comienza. Restos, restos y más restos de construcción y basura de todo tipo ocupaba el suelo. Con aquella oscuridad sólo eramos capaces de captar brevemente el contenido de las múltiples habitaciones que pasaban a nuestros lados. Camas rotas y volcadas, montones de basura, puertas tiradas por los pasillos. Las siluetas de mis peores pesadillas se encontraban estáticas, observándome desde las esquinas de cada habitación; sentía su aliento a cada segundo que no miraba hacia atrás para comprobar que no había nada. Puertas cerradas, puertas abiertas. Esquinas y más esquinas.

Es indudable que conforme pasaba el tiempo acelerábamos la marcha, pues estaba claro de que el último de nosotros era el que estaba más cerca de aquellas pesadillas que nos perseguían desde que entramos. Nuestras respiraciones se aceleraban, nuestros pies se movían más rápido y nuestras ganas de salir comenzaban a presionar cada vez más fuerte sobre nuestros pechos.


Lo siguiente que recuerdo es a 3 niños corriendo tan rápido como sus piernas les permitían en dirección al lugar por  donde entraron.  Es posible que les llevase el resto del día recuperarse del susto.

*La palabra en negrita señala lo que  hice en mi casa

* Creo que me he descarrilado un poco de lo que era el estilo del texto original :') sobretodo a partir de Camas

miércoles, 23 de octubre de 2019

La máquina del tiempo.

La bola del mundo giraba en medio de la habitación. Yo era una niña ordenada, aunque los viernes todo cambiaba. Mi amiga Inés venia a casa y para nosotras aquello era toda una fiesta. Seis años, muchas ganas de jugar y toda una noche por delante. Cada semana nos reuníamos para hacer inventario de juguetes y de paso, dar algo de faena a mi madre. Pero aquella noche fue especial, o al menos, distinta. Ya no quedaba una sola baldosa desnuda de objeto cuando ya casi nos subíamos por las paredes del aburrimiento. El mundo continuaba dando vueltas encima del escritorio mientras Inés posaba sus dedos en el, con la mirada perdida. Las risas de nuestros padres resonaban por el pasillo. Mi hermana pequeña dormía en la habitación principal ajena al barullo.

Bip Bip Bip, comencé a canturrear. Inés sonrió. Mi dedo frenó el globo terráqueo que había cogido intensidad en su giro. Bajo la yema del índice: China. ¡Nos vamos a China! bramé. ¿Pero, a que época? improvisó mi amiga emocionada. Siendo sincera, no recuerdo la barbaridad histórica que inventamos en aquella habitación infantil: Piratas. tesoros, rituales, mafias y todo tipo de trampas se mezclaron con la realidad de la casa.

Recorrimos el pasillo y cada una de las estancias como si nunca antes lo hubiésemos hecho. ¿El tesoro? El joyero de mi madre, por supuesto. Aunque ahora nuestros padres eran malvados piratas sin mayor objetivo que envenenarnos para arrebatarnos el botín. Los patrones geométricos de los jarrones de la entrada se tornaron en enrevesados acertijos. Pista tras pista, casi sin pegar bocado, acabamos frente a mi hermana pequeña, que dormia placidamente. Hasta en la oscuridad relucían sus reflejos rubios. Aunque jamás lo quise admitir, me moría de envidia por su pelo. Inés y yo nos miramos y corrimos a por unas tijeras. Necesitábamos un mechón para abrir el cofre del tesoro.

Aquella noche acabó con una bronca monumental, una hermana con el pelo a trasquilones y una tradición que marcaría el resto de nuestras infancias: La máquina del tiempo.

martes, 22 de octubre de 2019

Superhéroes de plástico




Mi primo y yo estábamos en esa edad en la que un niño piensa que las niñas no sirven para nada; sus juegos son demasiado ñoños y cursis y los nuestros demasiado arriesgados o violentos para ellas. Esa tirria hacia las chicas era aumentada por culpa de Clara, nuestra vecina, una niña dos años mayor a quien le gustaba burlarse de nosotros porque no sabíamos nadar.

El recuerdo más nítido que tengo de mi infancia es el de una mañana de agosto. Mi primo y yo estábamos de pie frente al borde de la piscina del chalet de mis padres lanzando a nuestros superhéroes de plástico al agua. Curiosamente, los que tenían capa, como Superman, Batman o el Dr. Muerte, flotaban bocabajo en la superficie del agua, y nos parecía que estuviesen volando, mientras observaban cómo iban hundiéndose en el fondo el resto de muñecos que tirábamos. Por esto, nosotros llevábamos, a modo de capa, nuestra toalla anudada alrededor del cuello.

Por qué Clara entró en el chalet, llegó hasta la piscina y empujó esa mañana a mi primo a la piscina, es algo que nunca sabremos. Yo me quedé mirando cómo se iba hundiendo mientras él no dejaba de agitar sus brazos y piernas. Yo esperaba que saliera a flote igual que mis superhéroes con capa, pero la toalla no hacía más que hundirlo más. 

Fue mi padre, que estaba en el cuartucho donde se encontraba la depuradora de la piscina, quien escuchó un chof seguido de un silencio demasiado largo. Salió corriendo y vio a mi primo en el fondo del agua rodeado de pequeños superhéroes de plástico. Se lanzó y lo sacó. Deshizo el nudo, le quitó la toalla del cuello y, una vez comprobó que solo había tragado un poco de agua, me miró, enfadado, como nunca lo había visto, y me dijo:

-         - ¡¿Pero se puede saber qué coño has hecho?!

Yo me quedé mirando a mi padre y, apuntando con el dedo a la toalla empapada, le dije:

-        -  Esa capa está rota.



FIN

domingo, 20 de octubre de 2019

Perdido en la playa



Resulta extraño volver a pensar en ti, pero eres el protagonista de uno de los recuerdos más bonitos que tengo. 

Si te soy sincero, no sé ni el año, ni el momento, ni si de verdad sucedió todo lo que recuerdo. La mente juega tanto con las personas que al final somos nosotros mismos los que acabamos diseñando y retocando todos los momentos vividos.

Era verano y una playa y cometas y gritos y gente. Gente, mucha gente, gente durmiendo, bañándose, orinándose en el agua, gente viendo otra gente y haciendo cosas típicas que hace la gente en la playa.
Fíjate de las cosas que había ese día....

Butacas y sombrillas, comida y chiringuitos, cartas y cervezas, arena y oleaje.... Palas y rastrillos usados para hacer mazmorras y castillos y muros. ¿Muros? Sí muros, muros débilmente gigantes que, al contrario de la mayoría de muros que conozco, éstos sí se disolvían y desaparecían después de un tiempo.
Fíjate de las cosas que había ese día.... Que al final nos perdimos.

Perdidos totalmente, yo, sin tener móvil porque acabaría de cumplir 8 años y tú, quejándote todo el rato,
que seguro que les estaba pasando algo a las mujeres y seguías insistiendo en no querer ninguna ayuda.
Como se notaba que empezabas a tener Alzheimer.

Nunca pude conocer la verdadera faceta tuya, esa de la que todo el mundo habla y ahora más que nunca, aún así, sí pude conocer la persona entrañable, la viva, la sonriente, la graciosa... 
Esa que me preguntaba si los espaguetis eran fideos o si yo también me quitaba la dentadura para dormir.
Ahora mismo lo pienso y ese paseo se me hizo interminable, pero si pudiera volver hacia atrás no dudaría ni un segundo.
Un segundo para estar a tu lado y decirte lo mucho que te quiero.
Tan solo un segundo para despedirme.

ESTÍO INOLVIDABLE

Aquel agosto asfixiante nos llevó a través de áridos caminos hasta aquel rincón del río que papá cuidaba y limpiaba para nosotros. Llegamos sudorosos, acompañados por el canto de las cigarras, deseosos de notar la frescura del agua sobre nuestra piel cubierta de sol.
Papá, mamá, mi hermano y yo soltamos las toallas sobre las piedras que hacían de solárium junto a la orilla. Conocíamos bien ese tramo del río, habíamos crecido entre sus juncos, sus piedras resbaladizas y las cañas que se alineaban a cada lado.
Llevaba mi triquini preferido con estampado de flores sobre fondo blanco. Lo usaba tan a menudo que su silueta blanca se había tatuado sobre mi cuerpo bronceado y permanecía allí durante el invierno.
Mi hermano, con su bañador multicolor, saltó el primero al agua y me salpicó de gotas tan frías que me estremecieron y erizaron mis sentidos. Me abalancé hacia él para devolverle la broma y mojar su flequillo, tan rebelde como él.
Mis padres vigilaban desde la orilla hasta que se decidieron a acompañarnos. Mamá, que no sabía nadar, resbaló al entrar y quedó sumergida bajo el agua, aunque solo cubría por la rodilla. Una y otra vez, sacaba la cabeza y de nuevo volvía a desaparecer. Todos reíamos al verla. Pensábamos que era un juego, pero casi se ahoga de verdad ante nuestros ojos. Papá la cogió al vuelo y la sujetó hasta que recuperó el equilibrio. Nunca más volvió a bañarse.


Pilar Alejos Martínez.

El viaje


Cuando era niño, mi familia todos los años, en primavera o verano escapaba de la ciudad donde vivíamos, Segovia, para visitar el pueblo de mi padre, Xátiva.  Para mi estos viajes eran una aventura, que me recordaban los viajes en las novelas de Julio Verne. Por unas horas imaginaba ser Strogoff, atravesando la estepa rusa, en lugar de La Mancha. Salíamos de Segovia por la tarde hacia Madrid, donde, después de cambiar de estación, tomábamos el expreso nocturno hacia Valencia. Que llegaba a Xátiva con las primeras luces del día. Mis padres encajaban las maletas entre los dos asientos del compartimento, improvisando una cama donde dormíamos mi hermano pequeño y yo. Teníamos la suerte de que los pasajeros que se asomaban por la puerta del pasillo, al ver dos niños pequeños, preferían buscar otro compartimento. Así que era como si el tren fuera nuestro. El traqueteo monótono del tren y el paso de las luces nos acunaban y conseguíamos dormir razonablemente a pesar de la incomodidad de la cama. Desde entonces siempre me quedo dormido en cuanto subo a un tren.  Al llegar a Xátiva, mis abuelos nos esperaban cargados de monas de pascua, si era la época, o bizcochos en verano. Pero el recuerdo más vívido que guardo es el del olor a azahar, cuando bajábamos del tren,  tan ajeno a la ciudad donde vivíamos.


sábado, 19 de octubre de 2019

Yo era un niño de pantalón corto, mi hermano algo mayor.
Mi tía, soltera y madraza, nos llevó a la estación del Norte, nos acompañaba mi primo mayor, todo un hombre! ya había hecho la mili! en aquellos tiempos y en este país hacía falta un hombre para casi todo y aún más a aquellas horas, la una de la madrugada.
Nos iban a embarcar a los dos en el sevillano, tren expreso a vapor que venía de Barcelona y cuyo destino era Sevilla, previo cambio de vagones en Alcazar se San Juan. En Sevilla nos recogerían mis padres. Pues bien esto requería una cierta organización  como luego os contaré.
El tren, tras casi dos horas de retraso, asomó por la cabecera de andén bramando y echando un enorme penacho de vapor de su locomotora, inundando de un fuerte olor a carbonilla la preciosa estación de  València. Mis piernas comenzaron a temblar.
Aún no se había detenido el tren en el andén cuando la gente subía, bajaba, introducía maletas por las ventanillas...yo estaba aterrorizado.
Mi tía y  mi primo ya estaban hablando con el señor revisor, a mis ojos un hombre imponente, con un precioso uniforme azul con dorados, un gran mostacho y un quepis que para sí hubiese querido el general DeGaulle.
.- Los niños van a Sevilla, aquí tiene los billetes, viajan en el compartimento 29 de segunda clase, están con una familia que son amigos del señor Eduardo vecino nuestro, le pediría que en Alcazar estuviese usted al tanto por el cambio de vagón.
Dijo mi tía dando por supuesto que todo el mundo conocía al Sr.Eduardo
.-Descuide señora que ya les echaré unos cuantos vistazos hasta Sevilla.
A continuación mi primo, mientras le daba una fuerte palmada en el hombro, deslizó un billete de 25 pesetas en su bolsillo. Aquí terminó la intervención masculina de mi primo.
Subimos al vagón y tras diversos empujones, apreturas y surtido de aromas, llegamos al compartimento 29, donde ya se encontraba la familia amiga del Sr.Eduardo a la cual yo no conocía de nada.
Mi tía y la madre de aquella familia intercambiaron saludos, consejos, recomendaciones, agradecimientos y provisiones para el viaje. A mi hermano y a mi, las últimas instrucciones, besos y alguna lagrimita mientras descendían del vagón.
La máquina  pitó, chorro de vapor y ruido de bielas y tras muchas, muchas horas, chorizos,tortillas, ronquidos, mamá tengo sed, niño estate quieto, aquel tren de mi infancia entró en la estación de Sevilla, donde aunque parezca imposible, nos esperaban mis padres.

Primer día de Navidad


Es 22 de diciembre, primer día de las vacaciones. Esta mañana han cantado la lotería por la radio y por la tarde hemos puesto el belén. Se hace de noche y mi padre me pide que cierre las contraventanas. Los cristales están empañados y fuera empieza a helar.
Tocan a la puerta. “Ya voy yo”, dice mi padre. “Buenas noches, Don Guillermo y Don Francisco, felices Pascuas, qué gusto tenerlos en casa”, miente mi padre con la forzada hospitalidad de quien no puede hacer otra cosa. Desde la vuelta del pasillo los observo fascinado. Don Francisco y Don Guillermo, los dos curas gemelos de San Roque visitan las casas del barrio para recoger limosnas y felicitar las fiestas.
Son exactamente iguales: bajitos, regordetes y calvos. Llevan la misma boina, el mismo abrigo pesado y negro, la misma sotana que asoma por debajo y que deja ver unos zapatones también negros, gastados y sorprendentemente polvorientos. Uno de ellos lleva una cuna con el Niño Jesús de tamaño casi natural.
Ya acomodados en el cuarto de estar, mi madre aparece con una bandeja llena de dulces. A mis hermanos y a mí se nos ilumina la cara. Hay de todo: mantecados de la abuela, polvorones, peladillas, turrones y hasta figuritas de mazapán. Mi padre les ofrece tabaco y una copita de vino dulce mientras mi madre nos indica, con una única y eficiente mirada, que este derroche es sólo para la visita.
Los mayores hablan de no sé qué, pero yo sólo veo cómo los dos invitados se van comiendo una tras otra las figuritas de mazapán y  pienso si me dejarán alguna para Nochebuena.
“Niños venid a saludar a los señores curas”. Obedientes, desfilamos los cuatro hermanos para besar al Niño Jesús que han traído y recibir algún consejo. “Alvarito, tú has cumplido siete años y ya tienes uso de razón, en mayo harás la primera Comunión”, me dice uno de los curas mientras me pellizca una mejilla. El Niño Jesús huele como la Iglesia, a madera, incienso y cera. Los curas huelen a cura, una mezcla agria de sudor y polvo que durante años pensé que era parte inseparable del color de la tela negra.
Mi padre sale a la puerta a despedirlos mientras les ofrece, resignado, el sobre que habían venido a buscar. Dentro, mi madre vuelve a guardar cuidadosamente los dulces que quedan, y que son los que podremos comer en Nochebuena. Mientras los curas se marchan me pregunto si su madre no les enseñó que no se deben comer tantos dulces cuando vas de visita, ni salir de casa con unos zapatos tan sucios.

viernes, 18 de octubre de 2019

Traición o de como percibí la relatividad del tiempo en el jardín de infancia.



Íbamos a la escuela infantil de Viveros. Estaba y sigue estando dentro de los Jardines del Real en el Pasaje de Antonio Machado. Ahora junto a su acceso hay una escultura del Pato Donald recordando a Walt Disney. Las madres de nuestra generación escuchaban continuamente la radio y si el parte meteorológico anunciaba lluvias, ponían mala cara y no nos dejaban salir de casa, aunque sólo cayeran cuatro gotas. Si la lluvia elevaba el nivel del Turia sobrepasando los límites del cauce interior, los niños nos quedábamos en casa. Entonces eran los mayores los que mudaban el semblante a un gesto aún más serio y salían apresurados a comprar provisiones: agua, arroz, patatas, legumbres. Que almacenaban llenando la despensa, por si se avecinaba de nuevo otra riada. 

Le llamábamos Lina, aunque su nombre completo era Paulina. Cada mañana nos encontrábamos en la calle del Doctor Moliner frente a la Iglesia de San Pascual Bailón. A ella le acompañaba una tía y conmigo venía mi hermana Migües y una cuidadora que se llamaba Palmira. Al llegar al Paseo de Valencia al Mar, Lina y yo nos separábamos del grupo y nos cogíamos de la mano. Así andando deprisa, casi corriendo, pero sin decirnos nada llegábamos al cruce de General Elio y allí nos soltábamos las manos y esperábamos a los demás.



En clase estábamos en pupitres separados, pero a la hora del almuerzo siempre nos buscábamos y nos acomodábamos juntos. Le gustaba la aventura y por eso nos sentábamos en una piedra grande, el bordillo de alguna fuente o escultura del parque, la rama de un árbol o en el puro y duro suelo, según las ganas de correr riesgos que tuviéramos ese día. Así además de almorzar pasábamos un buen rato escalando paredes, trepando a los árboles o explorando tuberías o cuevas. Yo le decía que éramos piratas, gladiadores o mosqueteros y ella seguía el juego. Lina y yo teníamos un acuerdo: compartíamos el almuerzo al 50%. Ella llevaba todos los días fruta para almorzar, siempre fruta. Y sólo fruta. De Valencia: naranjas, mandarinas, caquis, nísperos, ciruelas, pavías, melocotones, cerezas, fresas o de ultramar: plátanos, piña, coco, a veces chirimoyas, que eran unas frutas muy raras, se comían con cucharita y tenían muchos huesos. Ella me daba la mitad de su fruta y yo le daba la mitad de mi bocadillo que casi siempre era de mortadela o de mantequilla de colores. En mi casa éramos seis hermanos y el presupuesto no permitía mayor variedad. Cuando intercambiábamos las porciones del almuerzo exagerábamos los gestos como si todo estuviera delicioso y pasábamos un rato estupendo. Éramos la envidia de muchos.

Una mañana nos encontramos de camino al colegio y rehusó coger mi mano. Así que hice el resto del trayecto cabizbajo y casi arrastrando los pies. Avergonzado no me atreví a decirle nada. ¿Qué pasaba? ¿Le había ofendido en algo? Esperé que llegara la hora del almuerzo y percibí que el tiempo se deslizaba muy lentamente, mientras que en otras situaciones más divertidas se desvanece apresurado. Al salir de clase la busqué y vi que se sentaba en un banco con otro chico y compartía el almuerzo con él, como tantas veces había hecho antes conmigo. Pensé si podría ser un cambio puntual, pero pasaron los días y Lina rechazaba mi mano, no me miraba, o lo hacía con indiferencia en el trayecto al colegio y desde luego seguía almorzando todos los días con el mismo chico. La falta de comunicación y el lánguido transcurrir del tiempo me torturaban. Hasta que un día me armé de valor y de camino a Viveros me acerqué a ella y le pregunté.

—Paulina ¿Por qué?

—Lo siento, estaba harta de la mantequilla de colores y las aventuras arriesgadas. Jaime Gómez-Trénor trae bocadillos de lomo de caña, jamón ibérico, morcón, y otras cosas muy, muy ricas. Además, almorzamos sentados en un banco y no necesito correr, escalar, hacer esgrima, navegar o bucear en el Caribe.

Los versos satánicos con ironía

         Aquella mañana mi hermano y yo no fuimos al colegio. La razón no la recuerdo en realidad. Pasamos aquellas horas con nuestro iaio, caminando y paseando por la ciudad. Uno de los lugares que visitamos fue la Feria del Libro. Allí mi iaio compró "Los Versos Satánicos", de Salman Rushdie. Un libro muy polémico en aquella época, por cuyo autor estuvo en peligro de muerte incluso.

         Una vez en la calle, mi iaio, sabedor de esta circunstancia y haciendo uso de su sentido del humor, iba dejando ver el libro, no de forma evidente pero sí palpable, y decía cosas como "Venga, a ver quién me dice algo". Mi hermano era muy pequeño y no entendía bien la ironía de mi iaio, pero yo sí conocía las circunstancias que rodeaban a aquel libro, así que lo miraba con una mezcla de sonrisa en la cara y temor de que efectivamente alguien le dijera algo (y no precisamente positivo).

         Una mujer, al cruzarse con nosotros, se paró. Me fijé cómo observaba a mi iaio, ella sí con una expresión ampliamente divertida que parecía decir "me estás alegrando este día tan nefasto que estoy teniendo".

         Son cosas como esta las que hicieron a mi iaio una persona que no podía despertar más que jovialidad a su alrededor. 

El callejón del hielo

A lo alto de la escalera no llegaban los débiles rayos del sol tibio de una tarde de noviembre. La del catorce. Un lunes más como otro cualquiera. Nada a destacar, ni hacía mucho frío, tampoco diluviaba y el viento andaría de vacaciones.
   La tía María abrió la puerta con dos bocadillos en la mano, recogió nuestras carteras y jaleó, impaciente, para mandarnos, a Vicente y a mí, a jugar al fútbol al callejón del hielo. La tía siempre olía a leche de vaca recién ordeñada, efluvio que hasta el día de hoy no he conseguido soportar, aunque aquella tarde otoñal la bien disimulaba con un etéreo aroma que a mí me pareció de alcohol de quemar.
   Mi hermano salió como un tiro camino del improvisado campo de deportes, así eran las instalaciones deportivas que teníamos entonces, improvisados callejones sin salida. Cuando la tía cerró la puerta en mis narices, me pareció oír un grito, un lamento.
    Cuando el último amigo abandonó el callejón del hielo regresamos cansados y contentos a casa. No abrió la tía María, que ya había cumplido con su cometido, entrenada como estaba en el oficio de ayudar a las vacas a traer terneros al mundo. 
    Fue otra tía, Amparo, la hermana menor de mi madre quien nos abrió. Pasad, corred, vuestra madre os ha traído un regalo. Rubio, pequeño y con los mofletes colorados. Así conocí a mi hermano Rafa.

Arnedillo


Los buitres planeaban sobre el Balnerario de Arnedillo. No era un lugar triste solo monótono. 
Mi abuelo, médico de baños, recogía todas las mañanas a mi madre. Bata blanca él, azul ella como sus ojos -iguales a los de su padre pero no estrábicos-. 
El abuelo era un genio. Inventó una rueda con guillotinas para decapitar perros que luego diseccionaban en la facultad de medicina. No sé si era verdad, pero eso es lo que contaba mi madre. Luego la acomodaban en la silla, se la llevaban y la untaban de barro para terminar aclarándola con un fuerte chorro de agua caliente que escupía una enorme manguera verde. ¿Sería divertido?
 Yo me aburría. Junto con mi  hermano quedaba con Izascum -la hija del cocinero- Era muy guapa y siempre nos obsequiaba con una tremenda bolsa rebosante de aceitosas patatas fritas recién hechas. Luego subíamos al monte con un pastor cuyo nombre y rostro no recuerdo. El sacaba una pequeña flauta de madera y nos ponía a bailar jotas. Yo baliaba lo que fuera con tal de estar con ella. Descansando en un banco de aquel cerro, los vimos apretujarse en vuelo circular cada vez más estrecho. Se oyen gritos… dos amantes, una poza en el río, quizás un remolino. 
-¡Ahí los traen, Izascum! Apenas tapados en sendas camillas dos cuerpos inertes. A uno le asoma el pelo blanco. 
Sentimos un frío repentino y nos cogimos de la mano. La primera vez que la sentí un poco mía. Luego continuamos con la jota bailando hasta caer agotados. 
La cena fue triste, cotilleos y un plato de acelgas con patatas. 
-¡Dios, cómo odiaba las acelgas!

Textos para lectura previa de cara a la última clase

TRANSIRAK MR.PERFUMME ¿Quién podría amar a una medio máquina? ¿Quién sería capaz de bucear bajo su gruesa capa de metal? ...